Dirty

La mañana estaba llegando a su fin. Era una de esas mañanas de otoño agradables en temperatura, en las que el sol se agradece al aportar un poco de alegría y vitalidad al cuerpo. Tenía unos veintiseis años y su uno ochenta de estatura, se acomodaba en el banco de hierro fundido de aquél parque de la ciudad. No tenía papeles, pero carecía de temor porque aunque le hicieran regresar a su Burkina natal, volvería una y otra vez a intentar mejorar su suerte viniendo a Europa. Aquí, por mal que estuviese -y había días en los que se encontraba muy solo y lleno de tristeza- siempre estaría mejor que allí.

Tras el azaroso viaje en el que pasó por numerosas situaciones, dignas de ser conocidas por los que al cruzarse con él, no podían disimular su cara de rechazo o incluso de desprecio, para que tomaran conciencia de los problemas que aquejaban a muchos millones de personas en África, aún no sabía si era un naúfrago definitivo o por el contrario, aún tenía una posibilidad de que sus esperanzas se hicieran realidad.

Eran casi las dos de la tarde y comía con verdadero apetito, un enorme bocadillo que se había hecho; abriendo a lo largo una barra de pan de Viena, en la que había introducido una considerable cantidad de mortadela. Pensaba en sus numerosos familiares que en su país no podrían ahora mismo, estar comiendo lo que él. Quizá si habían tenido suerte ese día, unas tortas de harina o tal vez ni eso siquiera. Le parecía tener a su lado, a los esqueléticos niños que a pesar de todo, aún tenían en sus ojos grandes una fácil sonrisa ante cualquier cosa.

Todavía no sabría decir cómo, a pesar de todo aquello y de la extrema escasez, había logrado un poco de dinero para llegar a la costa y de ahí en una embarcación -en la que venían hacinados otros muchos como él- arribar a Canarias cuando ya casi no lo esperaban. Días después, lo trasladaron a la Península y aunque estaba pendiente de expulsión, mientras no lo hicieran, podría trabajar ocasionalmente y con ello, a veces hasta disponía de unos Euros que aquí no le valían para mucho, pero que en el lugar de donde venía, representaban casi una fortuna inimaginable.

Hasta él, atraido posiblemente por el olor del bocadillo, se llegó corriendo un perro bastante grande, que a un metro escaso del banco en el que estaba sentado, se paró en seco. Al momento, llegó una chica joven que reprendió al perro.

-Dirty, quieto, -y dirigiéndose a él después, continuó- . No se preocupe, no hace nada.
-No le riña, señorita. A mi me gustan mucho los perros y en mi país tenía dos. ¿De qué raza es éste?
-Es un pastor alemán y suele ser muy tranquilo. Ahora se me ha escapado, posiblemente al oler su bocadillo. No le de de comer, porque él ya tiene su comida.
-¿Y qué come?
-Pienso compuesto y además, no puede dársele todo lo que se comería, porque nunca estaría satisfecho y se pondría malo.
-¡Vaya, entonces como yo, que siempre tengo hambre!
-No hombre, no. Vd. es una persona. ¿Cómo se llama?
-Bueno, a veces me miran peor que a un perro. Me llamo Muley.
-Lo siento Muley. Que se le arreglen las cosas.

Mientras decía esto, tiró de la traílla y se llevó a Dirty.

Muley se quedó pensativo. ¿Por qué llamarían Dirty a un perro tan limpio?

La dueña del perro se preguntaba, qué podría hacer por tantos Muleys como había.

Dirty, ajeno a estas cavilaciones, se arrimó al tronco de una palmera y tras olisquearla un poco, levantó una de sus patas traseras y descargó una pequeña porción de orina, marcando el territorio. Las palomas, asustadas de la proximidad de Dirty, levantaron el vuelo.

La mañana tocaba a su fín y cada ser vivo, la veía de una manera diferente.


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