Hace años, sembré
varios naranjos.
Los cuidé, aboné y regué
por igual a todos.
Vi brotar sus yemas
y al llegar su época
se mostraron
-sin llegar a numerosas-
sus olorosas flores de
azahar...
Pasó más tiempo
y aunque pocas
de aquellas,
varias llegaron a ser frutos
de precioso aspecto
y agradable sabor.
Siguió corriendo
el almanaque
y tras un otoño desapacible
llegó un invierno
inusualmente feroz.
Y uno de ellos,
uno de aquellos
preciosos naranjos,
se heló...
Día a día, lo miraba
y me resistía
a sacarlo de la tierra...
Y llegó la primavera
y bajo las lacias varas,
tristes y peladas
brotó primero,
timidamente,
como pidiendo permiso
para hacerlo,
un botón verde
que en unos días
se transformó en rama
que se fué cubriendo de hojas...
Siguieron pasando las semanas
y tras una breve explosión
de flores blancas,
empezó a cuajar el fruto y...
¡oh sorpresa!
éstos, eran ovalados
en lugar de redondos
y de color amarillo...
Parece que aquel naranjo
había sido injertado
sobre un limonero
y bajo el helado injerto,
el primitivo limonero
brotaba y volvía a la vida...
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